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Bienvenido Gobierno, bienaventurada oposición

  • Mario Álvarez de Luna
  • 20 ene 2017
  • 4 Min. de lectura

El suave y cosmopolita apretón de manos entre Antonio Hernando y Pedro Sánchez, previo a la primera sesión del debate de investidura, fue meramente diplomático. Lo sabe todo el mundo, pero por si acaso quedaba algún escéptico, Sánchez se encargó de recordarlo esta mañana durante la primera intervención del portavoz del PSOE en el segundo encuentro parlamentario. Mientras Hernando se batía en duelo consigo mismo y con su partido, declarando que no les gusta Mariano Rajoy (pero sí le quieren), el ex secretario general del partido socialista buscaba las motas de caspa en el Hemiciclo, en una suerte de ritual escapista y ciertamente infantil que no comprendía ni los aplausos ni tampoco las miradas a su otrora número dos. Parece olvidarse de que el orgullo le hizo subir varios escalones en su bancada, a la vez que descendía a los infiernos de su formación política.


Hernando empezó como le dejaron, acudiendo a la memoria histórica y bramando tímidamente por una oposición firme, que no estará por la labor de ayudar a Rajoy -sino a España-, pero, bueno, está bien, no obstante has de saber que te lo pondremos muy, muy difícil. Sin embargo, su discurso se tornó en un juego de contradicciones e incoherencias -la abstención como piedra angular de un edificio que se desmorona desde dentro- que ya estaba siendo interiorizado no sólo por el Partido Popular, sino también por el líder de Podemos, Pablo Iglesias, quien sentado tranquilamente en su pequeña parcela de poder, esperaba con la mirada de las hienas a que el precursor del ‘no’ a Rajoy, y ahora portavoz del ‘sí, pero…’ bajase de la tribuna para no volver a subir en lo que restaba de mañana -que era toda. Como un funambulista que salva el ejercicio in extremis, Hernando dejó el terreno abonado para que Rajoy, con traje negro síntoma del consenso por el que sigue abogando, recordara que hoy se había vestido por que él volvería a ser no cualquier Gobierno.


Básicamente, su intervención sirvió para confirmar la naturaleza cínica que reside en las palabras ‘yo ya sé que hay cosas que cambiar en este país’. El problema es el sentido que se otorgue a esa aparentemente inofensiva no promesa encubierta. De lo que también se acordó el líder popular, como una suerte de aparición en las profundidades de su memoria y en relación directa con su capacidad de decisión, fue de que “el Congreso está formado por 350 diputados”, no por los 186 que siempre había pensado que eran desde que asumió el poder en 2011. No se marchó entre vítores y aplausos el Rajoy parlamentario antes de anunciar, un día después de las manifestaciones contra las reválidas, que estas no tendrán valor académico -hasta que se apruebe un pacto sobre la reforma educativa- y que la de bachillerato sólo servirá para acceder a la universidad. No obstante, la LOMCE seguirá marcando la hoja de ruta educativa. Lo que significa, en suma, que si la oposición quiere consultar las reformas, lo hará en su periferia política, porque el núcleo no va a cambiar.


Ante el as en la manga desvelado por el futuro presidente del Gobierno, un herido Hernando regresó con la careta del “no cuente con nosotros”, que ya contamos nosotros con usted, y con un tono entre líneas rogatorio, en pos de que aceptasen su oposición, porque sus 84 escaños deben pesar. Sin embargo, la buena nueva de su abstención no sólo dejará el país como estaba, con el Partido Popular gobernando, sino que también ha presentado, sin tapujos, a la verdadera nueva oposición -que no necesita de preámbulos ajenos: el Pablo Iglesias plurinacional, efusivo, taumaturgo. Nada sería igual en la antepenúltima fase de la Fiesta de la Democracia sin los cuchillos afilados del líder de Podemos. Del abstencionazo a los papagayos de las élites, para terminar no proponiendo más que el mismo discurso: la oligarquía corrupta ha colocado a más delincuentes potenciales en la Cámara, que los que transitan libremente por suelo español. Una suerte de ‘vaquillas’ con corbata, a las que él, de momento, no va a poner el lazo.


De vuelta por el circo romano de la metáfora, el territorio inexpugnable de Mariano Rajoy. Él es en sí mismo una metáfora política del alumno cáustico que sin estudiar, alcanza el notable con facilidad. O eso dice. O, mejor dicho, eso aparenta. Es matemáticamente imposible derrocar al líder popular con ironía, pues él es el maestro en el arte de la indiferencia. No hace nada, pero sigue ahí. Cuando todos duermen, él espera en vigilia para que el despertar de ellos siempre sea bajo la atenta mirada de un animal prehistórico, entrenado en la magia de mostrar sin ser descubierto. Los SMS y Twitter no son suficientes, y por eso Iglesias se echó a reír cuando Rajoy afirmó “ir mejorando” en las redes sociales, principal herramienta del cambio de paradigma a la hora de comunicar éxitos y fracasos políticos.


Hernando, con cara de circunstancias, escuchaba cómo no sólo Iglesias, sino también Xavier Doménech y Alberto Garzón, cargaban las tintas de sendos discursos contra su estructura. Fracaso, olvido. Aunque no está sólo. Este último sentimiento lo puede compartir -y, de hecho, seguramente lo haga- con Albert Rivera. Recio como acostumbra, atendió a las demandas que Rajoy dejó pasar, situando a su partido como la oposición de la oposición. Un caballo de batalla dispuesto a todo con tal de vanagloriarse en su círculo de presión; sin ellos, asegura, no existirá otro Gobierno de Mariano Rajoy. En parte es totalmente verídico, pero llevarlo a la praxis es algo muy distinto. El Estado de la Cuestión, para el líder de Ciudadanos, lo compone los presupuestos generales, protagonistas insoslayables de un discurso que se aburre a sí mismo pero, eh, no me olvidéis, sigo aquí.


Entre castas y recaditos verbales, la clave de todo el maremágnum la desveló, como siempre, Rajoy. En alusión a la teórica oposición del PSOE primero: “Yo no me voy a hacer socialista, pero estamos en un mundo distinto al de hace unos años”; y como réplica a la verborrea de Iglesias, después: “Tiene un alto concepto de sí mismo, pero la realidad es implacable”. Socarrón, el Rajoy cínico lanzó la última daga que le quedaba para rematar un debate que siempre giró en torno a la decisión transmitida por Hernando, y que comprendía el verdadero quid de la cuestión: su verdadera ideología.


 
 
 

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