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'Animales nocturnos' nos acerca al romanticismo metatextual


El efecto que la ficción causa en la vida, tal y como la entendemos, es únicamente perceptible cuando se experimenta en soledad. No física, sino espiritual. Algunas veces nos capacita para practicar la disociación. Otras, en cambio, nos golpea y ata a lo mundano. Quizá por eso, desde siglos antes a que Austin Wright escribiera Tony & Susan ('Tres noches' en la edición traducida al castellano), ya se hablaba de una necesidad inherente al ser humano para comprender el entorno: inventar historias que resolviesen, mediante personajes y situaciones no del todo fieles a la realidad, problemas tan grandes como el sufrimiento, la venganza o el destino. Tom Ford, diseñador de superficies para una parte de la sociedad con lagunas afectivas (y soberbio adaptador de obras literarias al lenguaje cinematográfico), conoce todos los rincones del universo donde se mueve la protagonista de Animales nocturnos: obras artísticas demodé, edificadas bajo estrictos códigos de marketing, que se esconden detrás de cada color, matiz brillante o mueca socarrona. Una vida sin abrazos ni significado, una guerra interna por la aceptación popular. A través de ese conocimiento absoluto, y apoyándose en una pulsión por dibujar con libre albedrío varios pasajes de la novela original, el director de Un hombre soltero se encomienda a la retranca existencial para regalarnos una película sobre lo violento, y a la vez reconfortante, de traer a la memoria errores y amores del pasado. En otras palabras: sobre cómo la literatura sirve para traducir nuestros sentimientos en líneas de pensamiento y convertirlos, así, en una fábula sobre el materialismo y la pérdida.


Pero todo este desglose espeso se explica mejor si atendemos a la cantidad de reflejos que la película adopta de David Lynch; a lo perturbador de una propuesta que altera puntos clave del material de base en pos de inquietar al público; al descubrimiento de una estructura narrativa alejada de todo convencionalismo. Porque aquí no importa lo que ves, sino lo que Ford te sugiere que veas. De modo que estamos ante un thriller que no tarda demasiado en multiplicarse por dos: Susan, enclaustrada en una mansión que apenas comparte con su actual pareja, recibe el manuscrito que Edward, su ex-marido, ha logrado terminar tras años en la sombra. A partir de ese instante, las secuencias de lo que el personaje encarnado por una trastornada Amy Adams interpreta en la ficción, y lo que sufre en la realidad, se alternan hasta componer una sola historia. El director juega con los tonos y las texturas como si estuviese tejiendo un vestido con diferentes estilos: del grano procedente del desierto texano a la pulcritud de una vida lujosa y vacua en cualquier lugar, ambas coexistiendo en el mismo plano de realidad; ambas dominadas por el único motor que nos amedrenta en la vida: el desamor. Entramos y salimos de un relato sádico con esencia pulp, para salir y entrar en la introspección real de la protagonista. Saltamos de un texto a otro, mientras el primero revela las claves del segundo y viceversa; lo que es idéntico a acercarnos al romanticismo a través de la metatextualidad. Animales nocturnos es una declaración de amor tardía, la explicación más cruel que existe sobre cómo un artista descarga en su obra todo lo que no dijo sobre su musa cuando estaba a tiempo; sobre cómo se ejecuta una venganza fría y calculada a través de la escritura; y sobre cómo nos enfrentamos a la traición cuando somos incapaces de articular siquiera onomatopeyas.

Se trata, por extensión, de un juego inteligentísimo en el que nosotros, aturdidos espectadores, estamos en mitad de una metáfora entre dos mundos, pasado y presente, afilados como una melena recién planchada. Dos muertes en una y vuelta a empezar. Sin embargo, a Ford le pierden las formas desde uno de los puntos de inflexión más previsibles de la película, lo que deviene en un espectáculo de saltos temporales y bellísimas contraposiciones fotográficas, adornado con el equívoco binomio Michael Shannon-Jake Gyllenhaal. Quizá Animales nocturnos (y ahora hablamos de la película como ente absoluto, ya alejada definitivamente de lo que Wright creó en prosa allá por 1990) aspire al oscurecimiento excesivo, a la ambigüedad para generar discordia, cuando realmente se trata de la venganza como nunca se aconsejó en la Biblia: rabiosa, retorcida con el enemigo y muy, muy noir. (De hecho, existe cierta inclinación a subvertir la tradición cristiana de culpa y expiación). A la psicología se le ha dado un papel casi determinante, sobre todo a la hora de percibir pinceladas argumentales muy aisladas, en los márgenes de la meticulosidad visual. Esto enlaza ineludiblemente con la raíz de la que nacen los infiernos de unos y de otros: ese razonamiento casi atávico que relaciona prendas, joyas y accesorios modernos con lo que pretendemos en la vida, con cómo esas herramientas sociales explican nuestros dilemas. Lo que Ford anhela componer, sincronizando dos historias que se cruzan para cambiar el sentido último de la moraleja, sólo se presta al entendimiento desde una perspectiva que aúne sufrimiento, triunfo y subversión. O lo que es lo mismo: pisar para no ser pisado.


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