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Un viaje de fe, desde 'Silencio' hasta 'Apocalypse Now'


Pedir, con los ojos desorientados. Rogar, con las manos temblando. Suplicar, con lágrimas de taquicardia. Exigir, con miedo. Clamar al cielo. Arrodillarse, acariciando pequeñas bolas de madera, contándolas una a una. Volver a empezar. Silencio. Nadie al otro lado de nuestros dilemas, ni una voz que guíe a los desamparados, mas que la de su propia conciencia. En su extensa filmografía, a Martin Scorsese siempre le han acompañado la responsabilidad moral del catolicismo, la tradición cristiana de culpa y expiación. Ambas tratadas con una emoción que lleva tiempo revelándose como sino del realizador. Desde que Charlie (Harvey Keitel- Malas calles– 1973) se admitiera redimiendo sus pecados en la calle, en lugar de en la Iglesia -en la que vive su particular prueba de fuego-, la obsesión del cineasta neoyorquino ha sido la de poner en boga los tratados doctrinales de la religión en la que basaron su educación. Ya fuese crucificando a sus queridos outsiders -Travis Bickle en Taxi Driver o Jake La Motta en Toro Salvaje– o zarandeando el halo celestial de sus grandes referentes -Jesucristo en La última tentación de Cristo. En suma, ha ligado sus proyectos a la violencia implícita del purismo; al sacrificio que terminaba siendo el inevitable destino de sus personajes; a algunos iconos del Nuevo Testamento; y, en último término, a las contradicciones del humanismo apostólico. Así, todo lo que ha rodeado a su escandalosa obra se congrega en Silencio con un retroceso temporal hasta el Japón feudal del siglo XVII. Allí, los protagonistas transmutan en mártires de su propio via crucis durante la búsqueda del mentor, quien decidió abandonar el credo años atrás para vivir en armonía junto a sus ahora vecinos nipones. Todos reunidos en un mismo coro: el formado por las víctimas de la lucha interna entre abandonarse al rezo o jugar una partida de ajedrez contra un Dios que sólo ofrece respuestas quedas.


De modo que estamos ante una cinta sobre la fe más cruel y despiadada, en la que encontramos las licencias clásicas de Emmerich Pressburger, los abismos psicológicos de Carl Theodore Dreyer e Ingmar Bergman, y también cierta inclinación hacia el cine de Masaki Kobayashi (de sus guiños a Harakiri podríamos hablar largo y tendido). Sin embargo, lo que más fuerza transmite no son sus referencias externas, sino sus homenajes internos. Hacia aquel Scorsese de los ochenta que componía secuencias con el clasicismo más elegante, pausado y crudo del que podía hacer gala. Por lo que podemos afirmar con seguridad que han regresado, de golpe, absolutamente todos los símbolos y subtextos de un cineasta que nos sigue preguntando (tal y como hizo en la tragedia protagonizada por Willem Dafoe) si a un Dios que no responde se le debe tratar con respeto y devoción. Porque Silencio no es una odisea ético-física de alto ritmo, ni tampoco un tratado maniqueo sobre la religión correcta. Muy al contrario, se trata de una obra contenida, intensa y compleja al modo que Francis Ford Coppola rodó Apocalypse Now (gigantesco paralelismo con El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad; por el nexo Ferreira-Kurtz), que nos habla sobre la incertidumbre, provocada por la continua indiferencia de ese ente mayestático al que los personajes de Andrew Garfield y Adam Driver -ambos se confirman como los mejores actores de su generación- entregan su esperanza. Sobre la convergencia entre las mentira y verdad en una misma reflexión. El hasta entonces categórico (y ahora presunto) Dios jugando al escondite día tras día, mientras las imágenes del horror se suceden como una cascada de cine en estado puro, mientras las dolorosas secuencias nos invitan a recitar las letanías de los santos que aparecen en ellas. Eso sí, con un carácter contemplativo y escéptico. Dubitativo, casi en trance. Como en cualquier tótem de Scorsese. No obstante, Silencio no es una más a la que agarrarse y con la que dejarse llevar, sino la obra de un prestidigitador que, aunando todos sus trucos en uno (el que vierte sal en las heridas perpetradas por el ruido ambiente que queda tras un padrenuestro), te arrastra hasta lo más oscuro del despotismo religioso.

Cuando, poco menos que sitiados en una casa ubicada en mitad de una ladera, Rodrigues y Garrpe debaten sobre lo que tienen, pueden y deben hacer, el pulso narrativo de Scorsese se acentúa para que entendamos que las cruzadas (en este caso serían desde el budismo hacia el catolicismo) están tremendamente lejos de esto. Se trata de un acercamiento a las consideraciones humanas sobre el valor de un icono y de cómo éste es capaz de incrementar el fervor de sus seguidores cuando se obra un “milagro”. Reduzcamos la marcha durante un par de líneas y preguntémonos si la fe, sensación intangible, es sensible a nuestras dudas existenciales. Si somos (sólo) nosotros, desde el subconsciente, los que empujamos el carro cuando el futuro parece aciago. De eso nos habla Silencio, del suplicio que siente un feligrés cuando, a golpe de asesinato, se le muestra que la divinidad responde quedamente a sus plegarias. Tener fe es una cosa muy distinta a ser capaz de no abandonarla. En ese sentido, los inquisidores están situados en un plano de realidad ligeramente desviado del que se presupone para unos torturadores extremistas -de cuyos métodos para desacreditar otras religiones, por cierto, se ríe con cierta insistencia (jamás olvidaremos al desgraciado Kichijiro de Yôsuke Kubozuka). A través de esa burocracia tiránica se nos plantea una verdad distinta e igualmente posible, argumentada con incluso mayor raciocinio que la defendida por los rehenes. ¿Y si, después de todo el sufrimiento, tuvieran razón? ¿Y si pisar una imagen de nuestro Señor no signifique mas que eso? ¿Y si estamos todos equivocados, y no existe héroe sin traidor? Sobre esa diatriba edifica Scorsese el último acto de Silencio, que contiene una de las escenas más sublimes (por el terror sobrio que exuda) del cine contemporáneo. Aquí el amor y la bondad perecen en favor del odio y las prácticas homicidas más angustiosas, de la misma forma en que lo hace el hombre frente a su ideología, o lo que queda de ella. De acuerdo, son casi tres horas de planos con transiciones flemáticas, algunas secuencias compuestas como anáfora y un tratamiento (a veces) demasiado aclaratorio, pero qué privilegio dedicárselas.


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