top of page

El cielo y el infierno de 'Que Dios nos perdone'

  • Mario Álvarez de Luna
  • 20 ene 2017
  • 3 Min. de lectura

Que Rodrigo Sorogoyen establezca el contexto de Que Dios nos perdone en la visita del ahora ex Papa Benedicto XVI a un Madrid sumido en las brasas de aquel agosto masificado, obedece a una intención de profundo calado argumental: la capital española es el infierno y el Papa acude a él en un momento crucial para los intereses de dos policías defenestrados por el sistema, antes por su propia conducta, pero él no lo sabe. Ambos comparten el sentimiento de no pertenencia a un lugar gris y aciago, ambos canalizan su huida hacia delante a través de un asesino/violador de ancianas, y ambos saben que purgarse es la única opción de salir con vida -tanto mundana como espiritual. Porque no existe el perdón para ellos, ni siquiera del mismísimo Dios católico. La captura de un homicida como una suerte de elemento beatífico (“Si mañana te dicen que cogemos a este tío, pero no puedes follar más, ¿qué haces?” le pregunta Alfaro a Velarde, porque sabe que si hay alguien ahí arriba, no les va a abrir la puerta) que les redima de sus llamas eternas/internas. Sorogoyen lleva a cabo una lectura religiosa y la construye en torno a una sensación constante de juego con el pathos visual y sonoro -nunca antes se habían mostrado en pantalla tantas ancianas desnudas, sin ningún tipo de cortapisas; el diálogo sobre el descomunal pene del agresor y la palpitante banda sonora de Olivier Arson (recuerda al Jóhann Jóhannsson de Sicario) acentúan el poder de sugestión que imprime el cineasta en cada giro de los acontecimientos- en pos de no dejar absolutamente nada en el tintero. Cine sin reservas, con todo lo que eso conlleva: quizás, en este caso, una fatiga del público por exceso sea lo más probable.


Que Dios nos perdone es, entre la atmósfera cañí y la marcada estructura thrilleriana, un homenaje al noir francés de finales de los cuarenta, principios de los cincuenta. Ese que tan bien representado estaba por Jules Dassin -aunque la mayoría de sus cintas tributaban en Hollywood-, pero con un ligero cambio espacio-temporal: allá donde la noche jugaba protagonismo en las películas del director de Rififi, acá el día agrava la decadencia de sus personajes. Por eso también tiende a la obra de David Fincher -una mezcla (siempre salvando las distancias) entre Seven y Zodiac– en lo que concierne a la limpieza técnica con la que nos incita a la repulsión y, en suma, como analista que mejor entiende el funcionamiento de la sociedad -abrimos al cartero, que no a la Policía. Otra de las razones por las que es esta y no otra la cinta que ha conseguido aplicar una pátina de frescura al policial español, reside en la capacidad del director para narrar en primera persona sin perder el ritmo. Porque más allá de que la sordidez se apodere del marco operístico -las imágenes sudan y Javier Pereira aterroriza tanto o más que si Christopher Lambert hubiese encarnado a Norman Bates-, existe una subrayada inclinación por trasladar los subtextos al primer plano, de forma que Sorogoyen muestra su calidad de cronista de catástrofes personales para con los personajes de Antonio de la Torre y Roberto Álamo (brillantes en sus respectivas pieles); el primero solitario, afilado y con un extraño gusto por las óperas tristes; el segundo, un exabrupto casi constante, incapaz ante su familia.


Existe un paralelismo entre sus espacios privado y público: mientras luchan contra sus demonios en silencio, investigan lo que para ellos se ha convertido en un constructo hacia la redención, pero sin llamar la atención ciudadana. A Sorogoyen le gusta la metáfora, quizás también la paradoja, por eso sus múltiples referencias a mitos del cine negro tienen más que ver con un aspecto climático que con cierta profundidad moral. Cuando una historia es tan brutal que nos tomamos la licencia de apartar la mirada, poco importa el motivo, síntoma que revela la esencia de Que Dios nos perdone: la razón del modus operandi perpetrado por el violador no queda realmente clara, porque no importa absolutamente nada. Sólo es la tapa de un libro cuyos capítulos están marcados por las decisiones de dos inspectores del CNP, los encargados de su detención, y cuya moraleja conoce su máxima expresión en la secuencia final -el director de Stockholm prefiere la lluvia asfixiante, como el diluvio bíblico, para ensuciar aún más la situación. De ella se puede concluir lo siguiente: a) como obra fabricada a golpe de detalle es una grandísima noticia para el cine español; b) pasear por el lado más salvaje de la vida, no siempre acaba contigo pidiendo disculpas, sino que directamente acaba contigo; c) que un guión con tantos giros sea capaz de lidiar con una puesta en escena hiperrealista, pone de manifiesto que las figuras antitéticas siguen funcionando de maravilla en el cine contemporáneo; d) nadie, nadie escapa a la culpa.


 
 
 

Comments


© 2017 por Mario Álvarez de Luna. Creado con Wix.com

bottom of page