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El humanismo de la ciencia-ficción



"El lenguaje ha de ser matemático, geométrico, escultórico. La idea ha de encajar exactamente en la frase, tan exactamente que no pueda quitarse nada de la frase sin quitar eso mismo de la idea", José Martí.


"Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente", Ludwig Wittgenstein.


Un prefacio con dos reflexiones que, accidentalmente o no, componen la naturaleza semiótica de La llegada, el nuevo acercamiento de Denis Villeneuve al alma humana -ahora desde la ciencia-ficción, ese género que revela más de nosotros mismos que cualquier otro. En cuántas ocasiones no seríamos capaces de entender nuestro propósito en La Tierra, nuestra razón de ser y existir en un espacio-tiempo que todavía no alcanzamos a comprender en toda su complejidad, si no fuese por el idioma. La metafísica para entender la ruta desde lo material hasta lo espiritual (como la que trató Terrence Malick en El árbol de la vida y como ahora lo hace el cineasta canadiense) escapa a nuestra inteligencia. Nos movemos en base a un conjunto de patrones adoptados a lo largo de la Historia, sin que siquiera sintamos la necesidad de trascenderlos desde una óptica plural, de colaboración. Mucho menos individualista. Nos sorprendemos al encontrar números capicúas, secuencias palindrómicas o figuras simétricas en nuestro entorno, lo consideramos interesante, incluso profético. Sin embargo, no llevamos a cabo el mismo proceso cuando el entendimiento entre dos personas resulta imposible, ya sea por causas conocidas o, sencillamente, debido a la estructura del lenguaje. Quizá porque este sea el límite y, a su vez, la herramienta para transgredirlo. De ello hablaban Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf en su hipótesis sobre el relativismo lingüístico, y a ella se abraza la adaptación de Eric Heisserer durante una línea de diálogo, con la intención de dejar más que claro la intención de la película: todo tiene un principio y somos nosotros los que, desde nuestra parcela de conocimiento, establecemos los vínculos necesarios para adaptarnos al medio. El final de esa aventura es sólo una treta de las leyes físicas para definir el paso del tiempo. Pero, seamos sinceros, todo esto no tendría ningún sentido si no estuviera aplicado a la escala humana, a nuestro terreno.


Por eso Villeneuve establece, desde el primer momento y comprendiendo a la perfección el estilo literario de Ted Chiang, un vínculo entre la singularidad del individuo –en este caso, la doctora Louise Banks- y la mecánica del mundo -el posicionamiento de las doce naves en doce territorios distintos a lo largo y ancho del globo. Para que comprendamos cuán necesaria es la cooperación, pero sobre todo en qué podemos convertir nuestra existencia si somos capaces de aprender nuevas lenguas, símbolos, signos y métodos, con los que superar las vallas antropológicas que nos hemos autoimpuesto. De hecho, el director de Enemy -obra que ahonda en el subconsciente con tanta frialdad como La llegada lo hace con el tiempo- construye la historia en torno a la metáfora audiovisual: sus imágenes, acompañadas por la brillante banda sonora de Jóhann Jóhannsson, son pura ideografía, pues no están creadas para acompañar a las palabras, sino para trascenderlas. Dispuestas en una estructura, por qué no decirlo, perfecta, guardan un significado puro, de igual manera que lo hacen las grafías que utilizan los heptápodos (alienígenas con un diseño condenadamente simétrico) para comunicarse y, como tal, si una de ellas se eliminase o alterase su orden, dejarían de transmitir el mismo mensaje.


Sí, es un producto que nos habla sobre la percepción extrasensorial o el dolor que experimentaríamos si el presente y el futuro fueran simultáneos (con todo lo que eso conlleva), pero también se revela como la respuesta a otra de las preguntas -quizá la más importante- que nos plantea: ¿Se puede alterar la estructura del tiempo? Villeneuve -que comparte idéntica obsesión con Stanley Kubrick por la proporción de sus escenas- lo hace jugando con él desde una posición no lineal, de manera que es un éxito el que no haya unos inicio, nudo y desenlace definidos. De eso habla y eso acaba siendo, un resumen de su propia tesis. Que aborde subtextos como la unión entre culturas, la pérdida (espiritual de algo que todavía no existe físicamente) o el amor, son parte del anzuelo que cineasta y guionista le lanzan al gran público -no nos olvidemos de que, antes de llegar a las zonas profundas y sensibles del relato, habían saltado todas las alarmas por otra invasión extraterrestre. A este respecto, su proceso de significación guarda relación con el entramado de Interstellar -aunque para hablar de la deformación del tiempo, Christopher Nolan se encomendase a la física cuántica- y se hace inteligible gracias a Amy Adams y su capacidad para representarnos, a todos nosotros, en una mirada. Ambas comparten una conexión que va más allá de cualquier teorema matemático sobre secuencias de signos y palabras: el amor como único elemento intangible que no alcanzamos a descifrar. Puede ser comunicado en un millar de lenguas y es lo que más nos duele cuando lo malinterpretamos. De manera que, para comprender cuál es nuestro papel en el mundo, primero hay que mirar en nuestro interior para conocer lo que nos mueve y, después, observar las consecuencias de nuestro comportamiento. Porque si existe un miedo mayor a la destrucción del planeta por la gracia de una raza avanzada, es no saber leer los mensajes que nos está lanzando el de enfrente y, por ende, sentirnos abandonados.


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